martes, 19 de febrero de 2013

“Buenos” y “malos” alumnos en las expectativas de los maestros.


Tender a etiquetar a los chicos limita sus posibilidades reales de aprender.

Cientos de niños que no logran un buen rendimiento en la escuela desarrollan, ya adultos, carreras exitosas. Pero hay otros a los que una opinión apresurada los marca para toda la vida y no les permite desarrollar sus potencialidades. Los docentes muchas veces catalogan a sus alumnos, los clasifican y sin reflexionar sobre el valor que tienen sus palabras, les ponen la etiqueta de “buen o mal alumno”, condicionando su rendimiento escolar. Esta situación influye, junto a otros condicionantes, en la constitución del sujeto-alumno en relación a las bases de conocimiento, valores de referencia y sus posibilidades concretas en términos de éxito o fracaso, generando apreciaciones diversas de los aprendizajes. Al respecto Bourdieu expresa “… Las disposiciones de los agentes, sus habitus, es decir las estructuras mentales a
través de las cuales aprehenden el mundo social…”, hacen que los sujetos -los maestros perciban el mundo –de los alumnos- con ciertos esquemas que les sirven para organizar sus prácticas (en Kaplan, 2008: 28).
Es importante tener en cuenta cómo las expectativas de los maestros sobre el rendimiento de sus alumnos pueden convertirse en profecías que se cumplen por sí mismas, ya sea porque pueden aprender menos o más de lo que se espera de ellos.
En la cotidianeidad de las prácticas, los docentes se constituyen en mediadores para la
conservación o no de las desigualdades y las valoraciones sobre el éxito o el fracaso escolar a través de las concepciones que orientan sus acciones. El maestro nunca es neutro en su accionar; su intervención como enseñante está cargada de connotaciones afectivas, representaciones cognitivas, sus valores, su historia personal y social, que en su conjunto, configuran un enorme espectro de concepciones que sustentan sus decisiones y prácticas. Las concepciones de los docentes con respecto a cada alumno y su rendimiento escolar están constituidas por múltiples elementos: sus valores respecto de los modelos de hombre, de sujeto, de conducta; los objetivos educacionales propuestos por la institución; su historia personal como alumno; la experiencia de sus relaciones con el alumno en situaciones concretas; el marco de referencia propio de su pertenencia a un cuerpo profesional y la dinámica de los estereotipos y los prejuicios frecuentes que comparte con numerosos colegas (Devalle de Rendo y Vega, 1998).
Así, se ha llegado a comprobar que cuando las expectativas del docente son positivas, crean un efecto favorable sobre el alumno; mientras por el contrario, sus anticipaciones de fracaso contribuyen a provocarlo (Martín y Vega, 1989, Kaplan, 2008). El fenómeno denominado “Efecto Pigmalión” ha sido estudiado exhaustivamente por Rosenthal y Jacobson (1980). Estos autores comprobaron que cuando se comunica a los educadores las características psicológicas de los alumnos o de los grupos antes de que los conozcan, provoca en ellos la tendencia de actuar sobre la base de esos datos y en los alumnos respuestas coherentes a las expectativas que los maestros han construido sobre ellos, su rendimiento y modos de “ser” y “hacer” en el aula. Otros autores consideran que los maestros se forman una imagen de cada alumno apenas lo conocen y que estas primeras representaciones suelen ser bastante decisivas, aunque siempre haya  posibilidad de modificarlas a través de las interacciones en la práctica cotidiana. Los
adjetivos que expresan los maestros de sus alumnos pueden actuar entonces a modo de
anticipación-predicción del comportamiento y rendimiento efectivo de los últimos, la autoridad del maestro sobre el alumno incrementa la posibilidad de que el comportamiento y rendimiento esperado ocurran. Así es como las concepciones que mantienen los docentes sobre el rendimiento de los alumnos contribuyen a constituir al sujeto y condicionan significativamente la construcción de su propia imagen, lo que incide en su comportamiento y por ende, en su desempeño como alumno (Kaplan, 2008).
Reconocemos que, si bien la escuela persigue una función reproductora (relacionada con los procesos de socialización) ella debe complementarse con la producción de saberes y la trasformación de la sociedad a través de la formación de un sujeto pensante, cuestionador y con deseos de aprender. 

“Cuando en el ejercicio de la docencia, tipificamos, ponemos nombres a nuestros alumnos (…) o etiquetamos cualidades reales o supuestas estamos contribuyendo, quizás inconscientemente, a producir aquello que designamos (…) el niño se ve en el maestro como en un espejo. La imagen que le devolvemos puede llegar a tener un tremendo poder constitutivo” (Tenti Fanfani en Kaplan, 2008: 10).

El maestro debe tomar conciencia del ser humano con el que comparte las horas escolares, convencerlo que él puede lograr aprender mejor y que, como docente, espera lo mejor de él. Se trata de comprender que el éxito o fracaso en la escuela excede la problemática estrictamente individual (y/o familiar) y que está muy ligada a las oportunidades educativas y puntos de partida desiguales que existen para algunos alumnos pero también, a una revisión crítica del currículo que compromete directamente al docente y a sus prácticas que se vinculan con el impacto que ejercen sus propias concepciones y desempeño sobre logros escolares desiguales.
La expresión fracaso escolar es polisémica y ambigua, está cargada de asignaciones valorativas según quién lo enuncie. El fracaso en la escuela va desde entender al sujeto-alumno como depositario de la responsabilidad de su dificultad hasta la dilución de la misma endilgándole al contexto y al sistema escolar su causalidad. Como expresa Rattero “unos nuevos ojos y unas preguntas nuevas quizás permitan convertir lo na-turalizado en algo desconocido. Es al fracaso escolar y no al alumno fracaso al que hay que poner bajo sospecha (ya que) el fracaso escolar no existe de modo objetivo, no está ahí, no es propiedad de un alumno en particular, sino que se define a partir de un discurso acerca de lo normal, del éxito escolar” 
La escuela y los maestros deben partir del reconocimiento de las desigualdades de origen y ofrecer la respuesta adecuada, buscando las mejores estrategias de intervención pedagógica que promuevan la inclusión social, y esencialmente que ayuden a detectar, reconocer, respetar y actuar en virtud de las diferencias entre los alumnos. Sólo de este modo se logrará una escuela que, respetuosa de la diversidad personal y colectiva, brinde a cada uno lo que necesite formativamente, una educación que integre, incluya, comprenda y pueda contener a todos los alumnos.
El fracaso escolar no es sólo un fracaso de los niños sino que puede abarcar a padres, maestros, escuelas, estructuras y dinámicas institucionales, políticas educativas, gestión y administración de la educación, contexto social general, políticas sociales, realidades económicas y culturales. 
El fracaso del alumno puede superarse si se mejoran las condiciones que le ofrece la escuela en su trayectoria educativa…la confianza mutua, el fortalecimiento de la auto-estima educativa y social del alumno (…) son algunas de las opciones que la escuela debiera considerar” (Gluz, Kamtarovich y Kaplan, 2002: 18).
La búsqueda de transformación de la marcada rotulación del alumno, genera la necesidad simultánea de cambiar las concepciones de los maestros para acciones más inclusivas, de más aceptación al distinto. Evitemos el riesgo que el “etiquetamiento” lleve a grupos de alumnos a quedar excluidos, descolgados, desafiliados, este es un desafío constante para la democratización escolar.







3 comentarios:

  1. Por favor si uno supiera el mal que se hace con algunos comentarios!!!

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  2. Que lastima que nuestros educadores no se den cuenta que los niños son el futuro y debemos hacer lo necesario para garantizarles un mañana mejor...el maestro es la mejor opcion para el alumno, es su ejemplo a seguir y como tal deberia hacer lo que este a su alcance para sacar lo mejor de cada uno.

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